miércoles, 10 de enero de 2018

la maldición de Jacinta Pichimahuida - Lucía Puenzo




   Un médico diagnosticó agotamiento y estrés. A nadie le preocupaba la salud de los chicos - ni la física ni la mental - pero la inspectora de actores, después de un desaire del padre de Cirilo (que ya apenas la toleraba), había elevado una demanda: la cantidad de horas extra de Señorita maestra estaba cerca de la explotación. El fondo del asunto era el despecho. Sospechaba que compartía a su hombre con varias de las madres; la furia la hizo verlas como vampiresas que comían de sus hijos. La demanda fue una bendición: gracias al escándalo mediático el abuso de los niños actores se convirtió de pronto en un problema central de la idiosincrasia argentina. Durante días no se habló de otra cosa. La producción compró botellas de champagne para festejar la desgracia.
   - ¡No hay prensa que sea mala prensa, señores! - gritó el productor, ebrio de euforia y alcohol -, ¡Salud!
   Tenía décadas de TV encima, pegoteadas en las neuronas y en los principios. Ni siquiera tenía respeto por quien le daba a su vida un sentido: el televidente. Son moscas, y a las moscas les gusta la mierda, decía. Era un prócer de la amoralidad, con menos escrúpulos que Al Capone... Y lo peor de todo es que - mientras llenaba miles de hogares con mierda - parecía inofensivo.

Lucía Puenzo, La maldición de Jacinta Pichimahuida

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